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domingo, abril 13, 2008

LA IDENTIDAD: UNA VERDAD A MEDIAS (I)

En estos tiempos interesantes y en este mundo plural y diverso (lo que va mucho más allá de los procesos migratorios), parece que está de moda la cuestión de la "identidad", pero ¿qué demonios es eso? Ya estuvimos hace tiempo trabajando el tema. A ver si sacamos algo más.

En principio, podríamos decir que la "identidad" es algo así como la "autoconciencia", una experiencia humana universal o básica y también una ilusión útil, o al menos una verdad a medias: la creencia que tenemos cada uno de nosotros -ese fugaz puñado de células en continua interacción con el resto del mundo- de que somos una "entidad" (id-entidad) conceptualmente separada del resto de las cosas. Lo que haya de ser una "entidad" depende de la "escala" (no es lo mismo hablar de átomos que de agrupaciones de galaxias), pero inevitablemente nuestro punto de partida es cartesiano: nuestras escalas, nuestros conceptos y nuestra percepción de las cosas empiezan por la curiosa creencia que tenemos de que somos nosotros mismos. Ya nos pueden explicar los sabios de diversos lugares y épocas que el Ser es único, que no somos más que modalidades de la Sustancia o que el atman es igual que el Brahman y tendrán incluso razón, pero eso no impide que permanezcamos en el día a día aferrados esa ilusión útil, a esa verdad a medias, que es nuestra propia "identidad".

Al mismo tiempo, esta experiencia irrenunciable de la "identidad personal" encierra otra ilusión útil: la creencia de que somos "los mismos" a lo largo del tiempo, a pesar de que, naturalmente, no somos siempre exactamente el mismo puñado de células ni esas células son exactamente iguales; decía otro sabio antiguo que "somos y no somos los mismos". Esa creencia no nos impide ser conscientes de que en el fondo somos el producto de nuestra historia: de una historia que comienza mucho antes que nuestra memoria, que abarca combinaciones genéticas, mutaciones, condiciones ambientales y selecciones naturales de nosotros y de nuestros ancestros. Una historia que, una vez "existimos como entidad" se va "grabando" en nuestro cuerpo: azares, experiencias, transformaciones. Uno de los "lugares" privilegiados donde se va "grabando" nuestra historia es ese proceso cerebral que llamamos memoria, especialmente la memoria llamada "episódica" o "biográfica", la narración que nos hacemos a nosotros mismos de nuestra vida recreando -es decir, reinventando- los acontecimientos pasados (porque la memoria no es tanto un almacén como una planta de reciclaje). En la novela "La misteriosa llama de la reina Loana", el protagonista empieza el cuento sin memoria episódica; no sabe, por tanto, "quién es" y tiene que descubrirse de nuevo, reconstruir su id-entidad a partir de la reconstrucción de la memoria, del examen de su historia. En cualquier caso, cuando no asumimos o aceptamos esa historia nuestra tal y como es (en lo "bueno" y en lo "malo") y tal y como está grabada en la memoria, terminamos disociados de nuestra propia identidad, "alienados", ajenos a nosotros mismos. Reconciliarnos con nosotros mismos implica asumir nuestra historia; no necesariamente aceptarla acríticamente de cara al futuro, sino partir de la realidad y no de una persona imaginaria. Sea lo que sea lo que lleguemos a ser, tendremos que partir de lo que somos.

Pero todo esto de la identidad y la memoria no es un asunto meramente individual; porque no sólo nos percibimos a nosotros mismos como "individuos", seres "indivisibles" separados conceptualmente del resto del mundo, sino también como "personas" (las máscaras del teatro de la vida), "yo soy yo y mis circunstancias". Desde luego, no sólo se nos quedan pegados al cuerpo y a la memoria los acontecimientos, los lugares, los sonidos, los paisajes, sino también la gente: "Dicen que te conviertes/en quien has conocido/los rostros que has mirado/los labios que has besado/las voces que has oído", se me ocurre decir en una canción cutre. Aunque esta influencia de la gente tenga mucho de azaroso, de extraordinario, de especial, también podemos encontrar pautas estructurales en nuestras relaciones sociales. Pautas que también tienen su historia, una historia social y cultural que también precede a nuestra propia existencia; diría así Marx en el 18 Brumario: "Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado."

En gran medida, nuestra identidad social viene definida por nuestros "roles sociales", a menudo conectados a los procesos de producción y reproducción social. Si preguntamos a alguien ¿quién eres? tal vez nos diga su nombre, pero si le volvemos a preguntar, es fácil que empiece por su profesión; todavía hoy, muchas personas (especialmente mujeres de cierta edad que no se han integrado en el mercado de trabajo de manera permanente) empezarían la respuesta diciendo "yo tengo tres hijos..." Y aunque no sean predominantes, es obvio que nuestros roles profesionales y familiares definen en gran medida nuestra "identidad". La subordinación de nuestra identidad a nuestro rol en el mercado de trabajo puede resultar un poco triste, porque vivimos a menudo el mercado de trabajo como un mundo despersonalizado, separado de nuestro ser social, al vender como mercancía lo que hacemos, esto es, lo que somos. En todo caso, la alienación de la que hablaba el barbas de más arriba puede ir más allá: consiste en toda disociación de nuestra identidad: vivir la vida como si no fuera nuestra, como si fuera de otra gente. Como es un poco triste, buscamos desesperadamente identidades sociales que nos integren; si la vida moderna nos hace más "individuos", con más ahinco buscamos personas, caretas que nos definan. Ya hemos hablado otras veces de la "Teoría de la identidad social" de Tajfel y Turner, que parte de un enfoque socio-cognitivo: percibimos la realidad a través de estereotipos y también nos percibimos a nosotros mismos (y a los demás) por razón de una serie de "etiquetas".

En la sociedad moderna, nuestra ideología individualista encuentra algunas tensiones en estos procesos de configuración de la identidad social; en esas tensiones se mueven los jaleos de nuestras identidades, produciendo algunas disfunciones personales y sociales (en el peor de los casos acabamos como esquizoides del siglo XXI). Por una parte, tenemos tendencia a quedar reducidos a individuos, disociándonos de nuestras conexiones sociales e identidades previas, entidades separadas de su "ser social" que persiguen en el libre mercado una libertad dictada teóricamente por la indeterminación de su arbitrio; por otra parte, sabemos que esto no nos funciona y que nos arrastra a la alienacion, es decir, a vivir separados de nuestras vidas y buscamos desesperadamente nuevas "identidades sociales" donde podamos encontrarnos "a nosotros mismos" (esto es, buscamos nuestra imagen en el espejo del grupo social más o menos empírico o imaginario); en tercer lugar, como indicaban Berger y Luckhman, en las sociedades modernas y funcionalmente especializadas estamos tan acostumbrados a la diversidad de roles y a cambiar de rol social, que somos mucho más capaces de percibirnos de manera separada de nuestros roles: esto es, debe haber alguien debajo de la persona, más allá de la máscara, nos resistimos a quedar reducidos a etiquetas.

Todo esto tiene mucho que ver con la integración de la diversidad en nuestras sociedades. Diversidad que se hace visible con las migraciones masivas en España, pero que rebasa el fenómeno migratorio. Redefinición de las identidades "de género", dialéctica entre el nacionalismo central y los nacionalismos periféricos, minorías no vinculadas a la migración, redefinición de identidades religiosas, oposición ideológica entre las "dos Españas", etc. Creemos a veces que la "integración social" se refiere únicamente a los inmigrantes, que percibimos ilusoriamente como seres ajenos a nuestro mundo. Pero siempre insistimos en que la integración de la sociedad es un proceso más amplio, que abarca también a los que llegaron de otros países porque están ya incorporados al sistema. La integración sería así el proceso siempre inacabado por el que una sociedad se transforma al hilo de sus contradicciones para superar sus disfunciones (aunque inevitablemente se encontrará con nuevos retos). Las estrategias políticas, personales o grupales de integración que emprendamos deben asumir estas tensiones. De hecho, creo que para ello es muy importante asumir que esas tres ilusiones útiles o medias verdades (la ilusión del "yo-aislado", la ilusión del "yo-ahistórico" y la ilusión del "yo-etiquetado"), siendo inherentes a la naturaleza humana y muy útiles para funcionar en la vida cotidiana, no dejan de ser medias verdades. Pero de ello nos ocuparemos en la próxima entrada.


viernes, abril 04, 2008

CIUDADANÍA SOCIAL Y MUTACIÓN CONSTITUCIONAL

Todas las entidades políticas, incluso las más opresivas, se orientan al cumplimiento de una serie de finalidades o funciones sociales y legitiman su propia existencia en el cumplimiento de estas funciones o en la satisfacción de determinadas necesidades. Es por esto que a la hora de analizar las sociedades humanas nunca está de más un poco de funcionalismo, siempre que no caigamos en sus errores más recurrentes, a saber, la visión de la "sociedad" o de la "cultura" como entidades estáticas y la infravaloración de las disfunciones y de los conflictos, suponiendo que todo funciona como una máquina bien engrasada. En efecto, ninguna sociedad humana real carece de conflictos o disfunciones sociales y precisamente estas contradicciones son las que la arrastran a su constante transformación (hacia un mundo distinto que no carecerá de problemas: siempre vivimos tiempos interesantes). Cuando la realidad social cambia y las disfunciones o contradicciones se hacen insoportables, la estructura política se va adaptando a las transformaciones de manera más o menos progresiva o traumática. Esta dinámica, que puede observarse en todas las entidades políticas, afecta también, por supuesto, a los Estados-nación surgidos del capitalismo industrial.

En una sociedad estructurada en torno a los mercados autorregulados, el Estado surgido de las cenizas del Antiguo Régimen "sirve para" construir y asegurar el intercambio en estos mercados. En la ideología oficial segregada por el nuevo orden, estos mercados se concebían como instituciones "naturales", "presociales", pero en realidad estaban -como todas las instituciones humanas imaginables- socialmente construidas y por tanto era preciso asegurarlas, protegerlas y mantenerlas. La legitimidad del poder estatal se basaba en la garantía de una serie de derechos individuales de las personas que intervenían en el mercado; no es sólo que el Estado tuviera que respetar estos derechos, es que su propia existencia se fundamentaba en su realización efectiva. Este cambio tan radical se terminó plasmando en los textos constitucionales y declaraciones de derechos; queda clara esta idea, por ejemplo, en la propia Declaracion de derechos de 1789: la finalidad de toda asociación política es la garantía de determinados derechos "naturales" del hombre: libertad, propiedad, seguridad y resistencia a la opresión. Ahora bien, el nuevo orden existente no deja de presentar profundas disfunciones, de las que se preocuparon particularmente los pioneros de las ciencias sociales: la aniquilacion de los lazos sociales que estructuraban la sociedad y su disolucion en el mercado provocó una fuerte anomia; la disociación entre la persona y lo que hace (es decir, su trabajo, convertido en mercancía), generó alienación; el peso de las relaciones de poder reales en los mercados teóricamente "libres" multiplicó los abusos y la explotación; la desaparición de las redes tradicionales de solidaridad, o su ineficiencia ante los nuevos riesgos provocó una significativa desprotección frente a los riesgos sociales. La sociedad reaccionó espontáneamente para sobrevivir a sus propias contradicciones, forzando a una progresiva transformación de la propia estructura del Estado. De manera implícita o explícita, el Estado meramente liberal, se convirtió en lo que hoy llamamos el Estado social. Si hoy preguntamos a cualquier ciudadano si el Estado debe existir, seguramente dirá que sí y probablemente lo justificará en base a la enumeración de bienes y servicios como los hospitales, las carreteras, la seguridad social o los colegios. Bienes y servicios que en teoría podría proporcionar el mercado y que, de hecho, a veces proporciona. El Estado existe "para" garantizar determinadas libertades a los "individuos", pero también para proporcionar determinados derechos sociales que corrigen las disfunciones provocadas por el reinado de los mercados; así se legitima el poder que ejerce sobre nosotros.

Algunas veces, la adaptación de la estructura política moderna a los cambios se manifiesta de manera explícita a través del cambio radical de la Constitución o de su reforma parcial. Aunque a veces nos aferremos a la inmutabilidad de la Constitución, como si se tratara del texto sagrado revelado por alguna divinidad antigua, las constituciones se enmiendan o se reforman para adaptarse a las circunstancias, o incluso dejan de existir cuando se hacen inútiles para estructurar y legitimar el sistema político existente. A veces, sin embargo, nuestras constituciones son más "inteligentes" y "cambian solas", sin que el texto de su articulado varíe en una sola coma. Este fenómeno es lo que los constitucionalistas denominan "mutación constitucional". En efecto, la "voluntad del legislador", o en este caso, la "voluntad del poder constituyente" no es la voluntad de ningún sujeto real o de una entidad metafísica que nos reveló el texto sagrado; más bien es una construcción imaginaria, una ficción que los juristas necesitamos para trabajar. Cuando aplicamos el criterio "teleológico" de interpretación (el que se basa en la identificación de la finalidad de la norma), estamos más bien aplicando un criterio funcionalista. Identificamos la función (o las funciones) que cumple una norma en un contexto social determinado. Así pues, aunque las palabras de la Constitución sigan siendo las mismas, su significado cambia para que puedan seguir diciendo algo, para que sigan teniendo sentido o para que la finalidad abstracta que las animaba pueda realizarse. Esto es muy patente en materia de extranjería e inmigración.

Seguramente, las personas concretas que redactaron la Constitución no podían imaginar nunca que en España residirían con cierta vocación de permanencia varios millones de extranjeros ni la realidad (post)moderna del transnacionalismo; al contrario, existía más bien una preocupación por los millones de españoles que residían en otros países. Cuando se redacta el art. 13, se concibe a los extranjeros como elementos externos al sistema, no como miembros de la sociedad que de hecho participan en ella de manera cotidiana; su presencia en el territorio nacional se percibía como un asunto coyuntural -en el tiempo de visita o al menos en el número o en el tiempo de asimilación-, casi una anomalía; el problema era de "extranjería" más que de "migración": se trataba de determinar en qué condiciones podían ejercer estas personas "extrañas" al sistema, los derechos que su Constitución reconocía a los integrantes de la comunidad política y en los que se legitimaba la propia existencia del Estado. Y lo hacía aparentemente concediendo una enorme libertad al legislador. Como ya comentamos en otra entrada, el TC consiguió superar esa aparente libertad, con su clásica división de los derechos en tres grupos: los que correspondían sólo a los españoles, los inherentes a la dignidad humana que no pueden negarse en ningún caso y los que se concederán o no en función de lo que digan los tratados y las leyes. En un momento en que comenzaban a llegar los primeros migrantes, esta clasificación tuvo su utilidad, su funcionalidad para el mantenimiento de la lógica del sistema; reconocía un mínimo de dignidad a estos migrantes, pero permitía al mismo tiempo negar tranquilamente aquellos derechos que utópicamente habrían de corresponder a todos, pero cuya extensión a los extranjeros, en la práctica, dependía de las condiciones estructurales: así sucedía con el derecho al trabajo (art. 35), y con el derecho a la Seguridad Social (art. 41).

Hoy en día, esta clasificación en tres grupos, ha devenido completamente inútil, y sólo se mantiene formalmente debido al peso de la inercia en la jurisprudencia y que hay que ir superando; su simplicidad nos conduce a un callejón sin salida lógico. En la práctica, es imposible distinguir cuáles son los derechos inherentes a la dignidad humana, porque sencillamente, todos los derechos constitucionales derivan de ella. Así, por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos reconoce tanto el derecho al trabajo (art. 23) como el derecho a la seguridad social (art. 22); son derechos que en principio y como meta deberían corresponder a toda persona, pero cuyo reconocimiento absoluto resulta difícil -y a veces imposible- debido a circunstancias estructurales que chocan con la lógica de nuestros principios. Así pues, la cuestión no es tanto si los extranjeros -digamos ahora, los migrantes, que no es lo mismo- tienen derecho a estas cosas, sino cuáles van a ser las condiciones de acceso y las limitaciones a este reconocimiento y hasta dónde pueden -o deben- llegar. De hecho, es difícil imaginar un derecho o interés más ligado a la persona humana que la "integridad física" (art. 15) y sin embargo, su correlato instrumental, el derecho a la salud (art. 43) se ha considerado de ese grupo cuya extensión a los extranjeros depende de los tratados y las leyes (STC 95/2000).

Actualmente, la normativa de extranjería reconoce a grandes rasgos estos derechos a los extranjeros residentes legales. ¿Y si no lo hiciera? ¿Y si los negara radicalmente? ¿Tendría el legislador una libertad completa como parece indicar la literalidad del art. 13? Yo creo que no. Si España es un Estado social (art. 1.1 CE) y si los poderes públicos tienen la obligación de promover la igualdad efectiva entre las personas y grupos (art. 9.2), sencillamente no se puede ignorar la presencia de cuatro o cinco millones de extranjeros en su territorio con vocación de permanencia; el poder que el Estado ejerce sobre ellos debe legitimarse a través de su integración construida con el reconocimiento de los derechos sociales (del voto hablamos otro día). Del propio "espíritu" de la Constitución surge un derecho no formulado expresamente a la "integración socio-económica" de los inmigrantes (SÁNCHEZ-URÁN AZAÑA).

Cuando los "padres de la patria" se referían en el art. 41 CE a la seguridad social para "todos los ciudadanos", seguramente estaban pensando en la vieja noción de ciudadanía política, determinada por la nacionalidad. El sentido de la palabra ha cambiado. Los derechos sociales se refieren ahora a la "ciudadanía social", a las personas que integran de hecho la comunidad política, con independencia de su nacionalidad. No puede negarse radicalmente a los extranjeros el derecho al trabajo o a la protección social ni las garantías del derecho laboral. Ahora bien, la "madre del cordero" (escamoteada por esa vieja división tripartita del Tribunal Constitucional) es más bien determinar qué hay que hacer para entrar en el selecto club de los ciudadanos: cuáles han de ser las condiciones de acceso a la residencia legal, en qué medida pueden imponerse algunas restricciones a los derechos de los residentes legales y en qué medida la ciudadanía se expande a los que se encuentran en situación irregular para integrar las disfuncionalidades de una situación que deriva de nuestra propia estructura económica.