De esta experiencia universal de la communitas derivan percepciones igualmente universales -en sentido amplio, porque sus concreciones son muy variadas- de una facultad humana de circular, de migrar, de viajar, a moverse de un lado a otro y una especie de deber universal de hospitalidad, apreciado por doquier en formas diversas. Este atisbo primario de la igualdad, de la libertad, de la dignidad humanas, que se hace especialmente visible cuando uno está "de paso" en estado liminar, al margen de la estructura social, es el fundamento de esta libertad y de esta hospitalidad. En este sentido, manda el libro del Levítico a los judíos "No hagáis sufrir al extranjero que vive entre vosotros. Tratadle como a uno de vosotros; amadle, pues es como vosotros. Además, también vosotros fuisteis extranjeros en Egipto". De manera más moderna, en el siglo XVI el jurista y teólogo Francisco de Vitoria hacía derivar del derecho "de gentes" el ius communicationis, el derecho de todo hombre a viajar a cualquier sitio, a asentarse allí pacíficamente y a criar allí sus hijos; esto, claro está, legitimaba la migración española a América e incluso la conquista (en tanto esta migración era impedida por los nativos), aunque hay que decir que en el mundo ideal del dominico, debían respetarse las propiedades de los indios; en cualquier caso, otra vez se hacía derivar el derecho a emigrar de la experiencia de la común naturaleza humana.
Por supuesto, las visiones ideales de la communitas están siempre en tensión con las realidades de la estructura social. Una cosa es reconocer que la gente tenga derecho a moverse y otra muy distinta es que se instalen en buen número cerca tuya. La experiencia primordial antes señalada ha convivido siempre paradójicamente con una actitud defensiva de las estructuras sociales construidas alrededor de identificaciones étnicas: cuando los "Otros" venían, podían ser combatidos, expulsados, esclavizados, marginados.
Esta tensión se sigue manifestando en la actualidad en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. A los migrantes les tocó, por cierto, el artículo 12+1, que viene a decir lo siguiente:
1. Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado.
2. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país.
2. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país.
Claro está, todas las personas tienen derecho a circular por ahí, pero en el mundo actual existen unas estructuras políticas de base territorial que son los Estados-nación, que terminan convirtiéndose en limitaciones estructurales para este derecho. Por supuesto, todo el mundo tiene derecho a salir de su país, e incluso a regresar a él. Pero lo que nadie le ha reconocido es el derecho a entrar en otro país: puedes salir pero no llegues, puedes ir pero no vengas. El extranjero queda así atrapado en el umbral, convertido una vez más en un ser "liminar" en alguien que es plenamente humano cuando está "de paso", pero que cuando traspone la puerta y se introduce en la estructura, es atrapado por ésta.
Esta paradoja es, hasta cierto punto inevitable. Podemos soñar en que el mundo del futuro no tenga fronteras, aunque no podemos esperar que carezca de estructura alguna; pero sabemos que el mundo de hoy tiene fronteras y que no pueden desaparecer de la noche a la mañana. En el contexto actual de estados-nación, desigualdad internacional y progreso de los transportes y comunicaciones, parece claro que una desregulación total provocaría innumerables desequilibrios en los países de origen y de acogida. Así pues, aunque hay un margen de actuación, la necesidad de los Estados de regular los flujos es "estructural", es implacable; pero al mismo tiempo toda regulación nos parecerá "antinatural", porque chocará con este ius communicationis. Estamos condenados a vivir esta tensión: cualquier medida restrictiva nos repelerá por parecer en cierto modo indigna, cualquier medida "generosa" será interpretada como un sueño utópico imposible; creo que, de hecho, nos afecta a todos los que nos metamos sinceramente a reflexionar sobre el tema. Sospecho que aquellos que repiten más frecuentemente los argumentos de la estructura tienen que convencerse primero a sí mismos (a veces parece que se están excusando), mientras que los que defienden más a los migrantes deben buscar casi desesperadamente razones que hagan lógica su postura (insistiendo apropiadamente en los aspectos positivos de la migración, pero a veces dejando de mirar los negativos).
El equilibrio perfecto entre estos dos impulsos contrapuestos es imposible. El reto, por supuesto, está en encontrar nuestro equilibrio. Uno que conecte con el corazón y la cabeza: que materialice estos "derechos humanos" y que al mismo tiempo sea empíricamente realizable. Uno de esos caminos que merece la pena recorrer por el valor del viaje, aunque no esté claro si hay alguna meta al final.
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