
Alguna otra vez
he dicho por aquí que me considero heredero del "multiculturalismo", pero sólo "a beneficio de inventario", esto es, acojo gustoso sus regalos pero no respondo por deudas que no son mías. Este "multiculturalismo" ha producido dos logros muy importantes: la asunción del hecho de la diversidad cultural y el respeto a los diferentes; sin embargo, si nos despistamos, también podemos arrastrar con él dos importantes lastres: el
esencialismo cultural y un
falso relativismo ético. Lo que yo entiendo como "multiculturalismo" es, a grandes rasgos, un proceso de exaltación de la diferencia atribuida a categorías grupales relativamente imaginarias, que no sólo afecta a los grupos migrantes, sino también a otras minorías subordinadas, e incluso a las mayorías, a los propios Estados-nación, a las autonomías "históricas" y regiones, etc.
Aparentemente, el "multiculturalismo" es una recuperación del pasado, de lo tradicional, del comunitarismo, de ideales premodernos, o bien una nueva visión "postmoderna" más allá de la modernidad, pero todo esto, una vez más, es una visión algo distorsionada de la realidad. Al igual que el "asimilacionismo", el "multiculturalismo" es un fenómeno netamente moderno, aunque también trabaje sobre materiales del pasado. Eso no sólo es así porque normalmente se parte de un
grado de relativismo que prácticamente sólo puede desarrollarse en el mundo moderno, sino también porque, en su mayor parte, los propios grupos aparentemente "tradicionales" a los que se remite son en gran parte producto de la modernidad o reciclaje moderno de fragmentos de identidades arcaicas. Ya señalamos en la
entrada anterior que gran parte de las "tribus" o "Estados primitivos" que encontraron los antropólogos habían evolucionado en interacción con Europa, que, posteriormente, el modo de producción capitalista ha reproducido un gran número de segmentaciones étnicas en función de la división del trabajo y que las propias estrategias personales y grupales de adaptación a los procesos migratorios han producido y reproducido todas estas identificaciones; al mismo tiempo, los medios de comunicación de masas y otros fenómenos estructurales están posibilitando e incentivando la generación de identidades globales transnacionales: por ejemplo, tengo la sospecha de que, por diversas razones, se está generando una cierta "identidad islámica" que anteriormente era mucho más tenue (por más que existiera previamente la noción teológica de
umma).
Desde el punto de vista de la identidad, el "multiculturalismo" puede caer también en las tres ilusiones que la configuran: la del yo-aislado, la del yo-ahistórico y la del yo-etiquetado, aunque el peso recaiga sobre este último. Hay que reconocer que parece un poco forzado que se plantee la ilusión del
yo-aislado en esta aparente respuesta frente al individualismo moderno; sucede, a mi juicio, que esta ilusión en este caso está muy en el fondo y frecuentemente no se hace explícita, dado su carácter claramente contradictorio (pero es que la construcción de nuestra identidad está sometida a contradicciones, como hemos visto); sin embargo, es muy importante tener esta ilusión en cuenta para enterarnos de lo que pasa. El "multiculturalismo" y el "totalitarismo" son ideologías totalmente opuestas en cuanto a los contenidos; pero, desde un punto de vista formal tienen una cosa en común: ambas son reacciones frente al individualismo moderno que, aún así, operan con los patrones del pensamiento moderno, que divide la realidad en categorías muy marcadas, de fronteras rígidas y espesas (seguimos aquí el trabajo de Louis Dumont). El punto de partida es el individuo fragmentado, disociado de la realidad, alienado de los demás y de la naturaleza, que a la hora de buscar conexiones con el mundo bucea en las supuestas profundidades de su "identidad verdadera"; la realidad "externa" se convierte entonces en una proyección del yo-aislado y de su rígido sistema de categorías cognitivas.
Tal vez esto no suene tan extraño si intentamos concretar un poco más. En el individualista mundo moderno estamos obsesionados por la "identidad social", cuestión que no era tan recurrente para nuestros antepasados. Nos imaginamos al sujeto "descubriendo" su "verdadera identidad" en lo más profundo de su "alma" ("musulmán", "homosexual", "mujer", "afroamericano", "de izquierdas", "vasco"...) , identidad que quizás hasta entonces había estado casi "dormida"; después el sujeto pasaría por un proceso de "conversión", en el que se esforzaría por emular esa imagen "verdadera" de sí mismo. Si esto es así, cada incumplimiento, cada desviación del modelo, se percibirá como una "traición" a uno mismo y al "grupo" (imagen idealizada que opera como una proyección de la etiqueta que de nosotros mismos habíamos sacado). Está muy bien que nos preguntemos quiénes somos; pero tenemos que tener cuidado de creernos a pies juntillas y de manera radical la respuesta que nos demos, pues, de lo contrario, podemos encontrarnos, una vez más, viviendo las vidas de otros, es decir, alienados
En gran medida, y a pesar del aroma determinista que destilan las representaciones sobre la "identidad verdadera", todo este proceso de identificación con un grupo imaginario se concibe como un acto cuasi-arbitrario de voluntad individual y "libre". Claro está, nadie se levanta un día por la mañana y a la hora del desayuno decide de golpe y porrazo con arreglo a un proceso consciente y racional su adscripción religiosa o filosófica, su ideología, su género, su nación, su clase social o su orientación sexual. A lo mejor la libertad no es tanto la indeterminación del arbitrio como sino simplemente que nos dejen ser quienes somos. Y lo que somos es producto de nuestra historia, de todo lo que nos ha ido pasando, lo que por supuesto, también comprende -pero no sólo- nuestras decisiones conscientes. Esto nos lleva a la segunda ilusión, la del
yo-ahistórico; esa especie de "alma imaginaria" de "identidad verdadera" se percibe a veces como una especie de espíritu intemporal y eterno, alejado del devenir de los tiempos. Es entonces cuando nuestra identidad imaginaria choca con nosotros mismos y con el resto de la realidad, al oponerse a la complejidad que somos y a nuestra situación y posición social real. Así es como se reconstruyen, por ejemplo, identidades nacionales que no tienen nada que ver con la vida real en el entorno geográfico o histórico recreado, o identidades religiosas "fundamentalistas" alejadas de la existencia real y sobre las que se proyectan las contradicciones personales y sociales como en un capitel plagado de demonios. Personalmente, las versiones más patológicas de esta identificación son una agresión a nuestra libertad, pues no nos dejamos (o no nos dejan) ser quienes somos; socialmente es una reclusión en las desquiciadas proyecciones de nuestro yo-aislado, que nos aleja de los demás y de la naturaleza. Reclusión que dificulta nuestra adaptación a los problemas reales que se plantean en nuestra vida.
Este proceso funciona a través de un sistema de etiquetas cerradas con las que nos miramos a nosotros mismos y a los demás. Es por eso que en este caso la ilusión más patente en este caso es la del
yo-etiquetado que nos puede fracturar de dos maneras diferentes: de un lado, a través de la mencionada alienación consistente en vivir la vida de un personaje imaginario que no se corresponde con nuestra realidad cotidiana; de otro lado, reduciéndonos a una simple etiqueta. Esto último opera de manera muy intensa cuando nos referimos a los "otros", a los que adscribimos un grupo ajeno y minoritario en términos de poder, incluso aunque valoremos la diferencia positivamente. En efecto, los migrantes no son sólo "inmigrantes", o "extranjeros", o "rumanos" o "chinos" o "musulmanes"; también son otras cosas. Son padres o madres o hijos o hermanos o abuelos, son trabajadores o autónomos o empresarios, son aficionados a la música o hinchas de fútbol o amigos del cine; son más bien conservadores o liberales o socialistas o apolíticos; son tímidos o extrovertidos, alegres o melancólicos, rígidos o flexibles, ceremoniosos o campechanos, despistados o espabilados, insípidos o graciosos, nerviosos o tranquilos; son buenos o malos cocineros o bailarines o fotógrafos o deportistas. Son personas, más allá de todas las etiquetas, estereotipos y simplificaciones, más allá de todos los sambenitos, los uniformes y las marcas de ganado, personas hechas de nuestra propia pasta y que comparten por tanto un fondo común de miedos, grandezas, vilezas y amores en el que siempre terminamos por reconocernos. Intelectualmente, sabemos esto perfectamente, pero a menudo se nos olvida cuando se nos llena la boca de choques de civilizaciones o cuando nos planteamos si es posible el diálogo entre "culturas" o si las "culturas" son incompatibles, como si los entes que dialogaran o entraran en conflicto fueran una especie de ánimas platónicas supraindividuales y no personas de carne y hueso, o si las "culturas" pueden fusionarse o si la "cultura occidental" (sea lo que sea eso) es o no "superior" o si hay que respetar a las "culturas". No hay que respetar a las "culturas". Hay que respetar a las personas, lo que pasa es que éstas no son individuos aislados y ahistóricos, sino seres marcados por su historia, por sus experiencias y por tanto, por su contexto socio-cultural, que es algo mucho más fluido que nuestra imagen monolítica de las "culturas". Cuando llegamos a respetar y a apreciar a las personas más allá de las fronteras imaginarias de las "culturas", entonces nos hacemos capaces de respetar y de apreciar el "mundo de vida" que les da sentido, pero esto pone en su sitio al relativismo ético de salón que a veces sacan algunos y que se pone por encima de las personas mismas (lo que resulta convenientemente exagerado para reforzar retóricamente las posiciones xenófobas).
He de reconocer que la configuración "defensiva" de grupos minoritarios o subordinados puede tener algunos efectos socialmente saludables (eso que llaman "empoderamiento"), pero los tiene en tanto en cuanto esta categorización no sea un fin en sí mismo, sino un instrumento para restablecer la
dignidad de los seres humanos, sea cual sea su pelaje, subordinándose radicalmente a este objetivo. Si se pierde este enfoque, se pierde el norte: entonces el grupo imaginario se concibe implícita o explícitamente como un espacio cerrado y sacralizado de fronteras densas, que no deja espacio a las personas para respirar en su interior. De la misma manera que algunas medidas de acción positiva mal enfocadas pueden terminar cristalizando los estereotipos que mantienen la desigualdad, las definiciones estrechas del grupo social, las que consideran a este grupo como la realidad misma y no como una mera representación que nos hacemos de la realidad, terminan reproduciendo las relaciones de poder y subordinación entre las personas.
Aquí es donde se unen el último movimiento del asimilacionismo y el del multiculturalismo; así, por ejemplo, la ideología del
melting pot puede contemplarse como asimilacionista o multicultural, según el matiz que se incorpore. El matiz es la valoración de la diferencia, pero esta valoración superficial no lo es todo en un mundo de relaciones de poder desiguales. No olvidemos que el hipócrita lema sobre el que se sostenía la segregación racial estadounidense era "separados, pero iguales". No podemos ser iguales (en dignidad) si nos separan, si no compartimos el mismo espacio ni respiramos el mismo aire.