Alguna otra vez he dicho por aquí que me considero heredero del "multiculturalismo", pero sólo "a beneficio de inventario", esto es, acojo gustoso sus regalos pero no respondo por deudas que no son mías. Este "multiculturalismo" ha producido dos logros muy importantes: la asunción del hecho de la diversidad cultural y el respeto a los diferentes; sin embargo, si nos despistamos, también podemos arrastrar con él dos importantes lastres: el esencialismo cultural y un falso relativismo ético. Lo que yo entiendo como "multiculturalismo" es, a grandes rasgos, un proceso de exaltación de la diferencia atribuida a categorías grupales relativamente imaginarias, que no sólo afecta a los grupos migrantes, sino también a otras minorías subordinadas, e incluso a las mayorías, a los propios Estados-nación, a las autonomías "históricas" y regiones, etc.
Aparentemente, el "multiculturalismo" es una recuperación del pasado, de lo tradicional, del comunitarismo, de ideales premodernos, o bien una nueva visión "postmoderna" más allá de la modernidad, pero todo esto, una vez más, es una visión algo distorsionada de la realidad. Al igual que el "asimilacionismo", el "multiculturalismo" es un fenómeno netamente moderno, aunque también trabaje sobre materiales del pasado. Eso no sólo es así porque normalmente se parte de un grado de relativismo que prácticamente sólo puede desarrollarse en el mundo moderno, sino también porque, en su mayor parte, los propios grupos aparentemente "tradicionales" a los que se remite son en gran parte producto de la modernidad o reciclaje moderno de fragmentos de identidades arcaicas. Ya señalamos en la entrada anterior que gran parte de las "tribus" o "Estados primitivos" que encontraron los antropólogos habían evolucionado en interacción con Europa, que, posteriormente, el modo de producción capitalista ha reproducido un gran número de segmentaciones étnicas en función de la división del trabajo y que las propias estrategias personales y grupales de adaptación a los procesos migratorios han producido y reproducido todas estas identificaciones; al mismo tiempo, los medios de comunicación de masas y otros fenómenos estructurales están posibilitando e incentivando la generación de identidades globales transnacionales: por ejemplo, tengo la sospecha de que, por diversas razones, se está generando una cierta "identidad islámica" que anteriormente era mucho más tenue (por más que existiera previamente la noción teológica de umma).
Desde el punto de vista de la identidad, el "multiculturalismo" puede caer también en las tres ilusiones que la configuran: la del yo-aislado, la del yo-ahistórico y la del yo-etiquetado, aunque el peso recaiga sobre este último. Hay que reconocer que parece un poco forzado que se plantee la ilusión del yo-aislado en esta aparente respuesta frente al individualismo moderno; sucede, a mi juicio, que esta ilusión en este caso está muy en el fondo y frecuentemente no se hace explícita, dado su carácter claramente contradictorio (pero es que la construcción de nuestra identidad está sometida a contradicciones, como hemos visto); sin embargo, es muy importante tener esta ilusión en cuenta para enterarnos de lo que pasa. El "multiculturalismo" y el "totalitarismo" son ideologías totalmente opuestas en cuanto a los contenidos; pero, desde un punto de vista formal tienen una cosa en común: ambas son reacciones frente al individualismo moderno que, aún así, operan con los patrones del pensamiento moderno, que divide la realidad en categorías muy marcadas, de fronteras rígidas y espesas (seguimos aquí el trabajo de Louis Dumont). El punto de partida es el individuo fragmentado, disociado de la realidad, alienado de los demás y de la naturaleza, que a la hora de buscar conexiones con el mundo bucea en las supuestas profundidades de su "identidad verdadera"; la realidad "externa" se convierte entonces en una proyección del yo-aislado y de su rígido sistema de categorías cognitivas.
Tal vez esto no suene tan extraño si intentamos concretar un poco más. En el individualista mundo moderno estamos obsesionados por la "identidad social", cuestión que no era tan recurrente para nuestros antepasados. Nos imaginamos al sujeto "descubriendo" su "verdadera identidad" en lo más profundo de su "alma" ("musulmán", "homosexual", "mujer", "afroamericano", "de izquierdas", "vasco"...) , identidad que quizás hasta entonces había estado casi "dormida"; después el sujeto pasaría por un proceso de "conversión", en el que se esforzaría por emular esa imagen "verdadera" de sí mismo. Si esto es así, cada incumplimiento, cada desviación del modelo, se percibirá como una "traición" a uno mismo y al "grupo" (imagen idealizada que opera como una proyección de la etiqueta que de nosotros mismos habíamos sacado). Está muy bien que nos preguntemos quiénes somos; pero tenemos que tener cuidado de creernos a pies juntillas y de manera radical la respuesta que nos demos, pues, de lo contrario, podemos encontrarnos, una vez más, viviendo las vidas de otros, es decir, alienados
En gran medida, y a pesar del aroma determinista que destilan las representaciones sobre la "identidad verdadera", todo este proceso de identificación con un grupo imaginario se concibe como un acto cuasi-arbitrario de voluntad individual y "libre". Claro está, nadie se levanta un día por la mañana y a la hora del desayuno decide de golpe y porrazo con arreglo a un proceso consciente y racional su adscripción religiosa o filosófica, su ideología, su género, su nación, su clase social o su orientación sexual. A lo mejor la libertad no es tanto la indeterminación del arbitrio como sino simplemente que nos dejen ser quienes somos. Y lo que somos es producto de nuestra historia, de todo lo que nos ha ido pasando, lo que por supuesto, también comprende -pero no sólo- nuestras decisiones conscientes. Esto nos lleva a la segunda ilusión, la del yo-ahistórico; esa especie de "alma imaginaria" de "identidad verdadera" se percibe a veces como una especie de espíritu intemporal y eterno, alejado del devenir de los tiempos. Es entonces cuando nuestra identidad imaginaria choca con nosotros mismos y con el resto de la realidad, al oponerse a la complejidad que somos y a nuestra situación y posición social real. Así es como se reconstruyen, por ejemplo, identidades nacionales que no tienen nada que ver con la vida real en el entorno geográfico o histórico recreado, o identidades religiosas "fundamentalistas" alejadas de la existencia real y sobre las que se proyectan las contradicciones personales y sociales como en un capitel plagado de demonios. Personalmente, las versiones más patológicas de esta identificación son una agresión a nuestra libertad, pues no nos dejamos (o no nos dejan) ser quienes somos; socialmente es una reclusión en las desquiciadas proyecciones de nuestro yo-aislado, que nos aleja de los demás y de la naturaleza. Reclusión que dificulta nuestra adaptación a los problemas reales que se plantean en nuestra vida.
Este proceso funciona a través de un sistema de etiquetas cerradas con las que nos miramos a nosotros mismos y a los demás. Es por eso que en este caso la ilusión más patente en este caso es la del yo-etiquetado que nos puede fracturar de dos maneras diferentes: de un lado, a través de la mencionada alienación consistente en vivir la vida de un personaje imaginario que no se corresponde con nuestra realidad cotidiana; de otro lado, reduciéndonos a una simple etiqueta. Esto último opera de manera muy intensa cuando nos referimos a los "otros", a los que adscribimos un grupo ajeno y minoritario en términos de poder, incluso aunque valoremos la diferencia positivamente. En efecto, los migrantes no son sólo "inmigrantes", o "extranjeros", o "rumanos" o "chinos" o "musulmanes"; también son otras cosas. Son padres o madres o hijos o hermanos o abuelos, son trabajadores o autónomos o empresarios, son aficionados a la música o hinchas de fútbol o amigos del cine; son más bien conservadores o liberales o socialistas o apolíticos; son tímidos o extrovertidos, alegres o melancólicos, rígidos o flexibles, ceremoniosos o campechanos, despistados o espabilados, insípidos o graciosos, nerviosos o tranquilos; son buenos o malos cocineros o bailarines o fotógrafos o deportistas. Son personas, más allá de todas las etiquetas, estereotipos y simplificaciones, más allá de todos los sambenitos, los uniformes y las marcas de ganado, personas hechas de nuestra propia pasta y que comparten por tanto un fondo común de miedos, grandezas, vilezas y amores en el que siempre terminamos por reconocernos. Intelectualmente, sabemos esto perfectamente, pero a menudo se nos olvida cuando se nos llena la boca de choques de civilizaciones o cuando nos planteamos si es posible el diálogo entre "culturas" o si las "culturas" son incompatibles, como si los entes que dialogaran o entraran en conflicto fueran una especie de ánimas platónicas supraindividuales y no personas de carne y hueso, o si las "culturas" pueden fusionarse o si la "cultura occidental" (sea lo que sea eso) es o no "superior" o si hay que respetar a las "culturas". No hay que respetar a las "culturas". Hay que respetar a las personas, lo que pasa es que éstas no son individuos aislados y ahistóricos, sino seres marcados por su historia, por sus experiencias y por tanto, por su contexto socio-cultural, que es algo mucho más fluido que nuestra imagen monolítica de las "culturas". Cuando llegamos a respetar y a apreciar a las personas más allá de las fronteras imaginarias de las "culturas", entonces nos hacemos capaces de respetar y de apreciar el "mundo de vida" que les da sentido, pero esto pone en su sitio al relativismo ético de salón que a veces sacan algunos y que se pone por encima de las personas mismas (lo que resulta convenientemente exagerado para reforzar retóricamente las posiciones xenófobas).
He de reconocer que la configuración "defensiva" de grupos minoritarios o subordinados puede tener algunos efectos socialmente saludables (eso que llaman "empoderamiento"), pero los tiene en tanto en cuanto esta categorización no sea un fin en sí mismo, sino un instrumento para restablecer la dignidad de los seres humanos, sea cual sea su pelaje, subordinándose radicalmente a este objetivo. Si se pierde este enfoque, se pierde el norte: entonces el grupo imaginario se concibe implícita o explícitamente como un espacio cerrado y sacralizado de fronteras densas, que no deja espacio a las personas para respirar en su interior. De la misma manera que algunas medidas de acción positiva mal enfocadas pueden terminar cristalizando los estereotipos que mantienen la desigualdad, las definiciones estrechas del grupo social, las que consideran a este grupo como la realidad misma y no como una mera representación que nos hacemos de la realidad, terminan reproduciendo las relaciones de poder y subordinación entre las personas.
Aquí es donde se unen el último movimiento del asimilacionismo y el del multiculturalismo; así, por ejemplo, la ideología del melting pot puede contemplarse como asimilacionista o multicultural, según el matiz que se incorpore. El matiz es la valoración de la diferencia, pero esta valoración superficial no lo es todo en un mundo de relaciones de poder desiguales. No olvidemos que el hipócrita lema sobre el que se sostenía la segregación racial estadounidense era "separados, pero iguales". No podemos ser iguales (en dignidad) si nos separan, si no compartimos el mismo espacio ni respiramos el mismo aire.
Aparentemente, el "multiculturalismo" es una recuperación del pasado, de lo tradicional, del comunitarismo, de ideales premodernos, o bien una nueva visión "postmoderna" más allá de la modernidad, pero todo esto, una vez más, es una visión algo distorsionada de la realidad. Al igual que el "asimilacionismo", el "multiculturalismo" es un fenómeno netamente moderno, aunque también trabaje sobre materiales del pasado. Eso no sólo es así porque normalmente se parte de un grado de relativismo que prácticamente sólo puede desarrollarse en el mundo moderno, sino también porque, en su mayor parte, los propios grupos aparentemente "tradicionales" a los que se remite son en gran parte producto de la modernidad o reciclaje moderno de fragmentos de identidades arcaicas. Ya señalamos en la entrada anterior que gran parte de las "tribus" o "Estados primitivos" que encontraron los antropólogos habían evolucionado en interacción con Europa, que, posteriormente, el modo de producción capitalista ha reproducido un gran número de segmentaciones étnicas en función de la división del trabajo y que las propias estrategias personales y grupales de adaptación a los procesos migratorios han producido y reproducido todas estas identificaciones; al mismo tiempo, los medios de comunicación de masas y otros fenómenos estructurales están posibilitando e incentivando la generación de identidades globales transnacionales: por ejemplo, tengo la sospecha de que, por diversas razones, se está generando una cierta "identidad islámica" que anteriormente era mucho más tenue (por más que existiera previamente la noción teológica de umma).
Desde el punto de vista de la identidad, el "multiculturalismo" puede caer también en las tres ilusiones que la configuran: la del yo-aislado, la del yo-ahistórico y la del yo-etiquetado, aunque el peso recaiga sobre este último. Hay que reconocer que parece un poco forzado que se plantee la ilusión del yo-aislado en esta aparente respuesta frente al individualismo moderno; sucede, a mi juicio, que esta ilusión en este caso está muy en el fondo y frecuentemente no se hace explícita, dado su carácter claramente contradictorio (pero es que la construcción de nuestra identidad está sometida a contradicciones, como hemos visto); sin embargo, es muy importante tener esta ilusión en cuenta para enterarnos de lo que pasa. El "multiculturalismo" y el "totalitarismo" son ideologías totalmente opuestas en cuanto a los contenidos; pero, desde un punto de vista formal tienen una cosa en común: ambas son reacciones frente al individualismo moderno que, aún así, operan con los patrones del pensamiento moderno, que divide la realidad en categorías muy marcadas, de fronteras rígidas y espesas (seguimos aquí el trabajo de Louis Dumont). El punto de partida es el individuo fragmentado, disociado de la realidad, alienado de los demás y de la naturaleza, que a la hora de buscar conexiones con el mundo bucea en las supuestas profundidades de su "identidad verdadera"; la realidad "externa" se convierte entonces en una proyección del yo-aislado y de su rígido sistema de categorías cognitivas.
Tal vez esto no suene tan extraño si intentamos concretar un poco más. En el individualista mundo moderno estamos obsesionados por la "identidad social", cuestión que no era tan recurrente para nuestros antepasados. Nos imaginamos al sujeto "descubriendo" su "verdadera identidad" en lo más profundo de su "alma" ("musulmán", "homosexual", "mujer", "afroamericano", "de izquierdas", "vasco"...) , identidad que quizás hasta entonces había estado casi "dormida"; después el sujeto pasaría por un proceso de "conversión", en el que se esforzaría por emular esa imagen "verdadera" de sí mismo. Si esto es así, cada incumplimiento, cada desviación del modelo, se percibirá como una "traición" a uno mismo y al "grupo" (imagen idealizada que opera como una proyección de la etiqueta que de nosotros mismos habíamos sacado). Está muy bien que nos preguntemos quiénes somos; pero tenemos que tener cuidado de creernos a pies juntillas y de manera radical la respuesta que nos demos, pues, de lo contrario, podemos encontrarnos, una vez más, viviendo las vidas de otros, es decir, alienados
En gran medida, y a pesar del aroma determinista que destilan las representaciones sobre la "identidad verdadera", todo este proceso de identificación con un grupo imaginario se concibe como un acto cuasi-arbitrario de voluntad individual y "libre". Claro está, nadie se levanta un día por la mañana y a la hora del desayuno decide de golpe y porrazo con arreglo a un proceso consciente y racional su adscripción religiosa o filosófica, su ideología, su género, su nación, su clase social o su orientación sexual. A lo mejor la libertad no es tanto la indeterminación del arbitrio como sino simplemente que nos dejen ser quienes somos. Y lo que somos es producto de nuestra historia, de todo lo que nos ha ido pasando, lo que por supuesto, también comprende -pero no sólo- nuestras decisiones conscientes. Esto nos lleva a la segunda ilusión, la del yo-ahistórico; esa especie de "alma imaginaria" de "identidad verdadera" se percibe a veces como una especie de espíritu intemporal y eterno, alejado del devenir de los tiempos. Es entonces cuando nuestra identidad imaginaria choca con nosotros mismos y con el resto de la realidad, al oponerse a la complejidad que somos y a nuestra situación y posición social real. Así es como se reconstruyen, por ejemplo, identidades nacionales que no tienen nada que ver con la vida real en el entorno geográfico o histórico recreado, o identidades religiosas "fundamentalistas" alejadas de la existencia real y sobre las que se proyectan las contradicciones personales y sociales como en un capitel plagado de demonios. Personalmente, las versiones más patológicas de esta identificación son una agresión a nuestra libertad, pues no nos dejamos (o no nos dejan) ser quienes somos; socialmente es una reclusión en las desquiciadas proyecciones de nuestro yo-aislado, que nos aleja de los demás y de la naturaleza. Reclusión que dificulta nuestra adaptación a los problemas reales que se plantean en nuestra vida.
Este proceso funciona a través de un sistema de etiquetas cerradas con las que nos miramos a nosotros mismos y a los demás. Es por eso que en este caso la ilusión más patente en este caso es la del yo-etiquetado que nos puede fracturar de dos maneras diferentes: de un lado, a través de la mencionada alienación consistente en vivir la vida de un personaje imaginario que no se corresponde con nuestra realidad cotidiana; de otro lado, reduciéndonos a una simple etiqueta. Esto último opera de manera muy intensa cuando nos referimos a los "otros", a los que adscribimos un grupo ajeno y minoritario en términos de poder, incluso aunque valoremos la diferencia positivamente. En efecto, los migrantes no son sólo "inmigrantes", o "extranjeros", o "rumanos" o "chinos" o "musulmanes"; también son otras cosas. Son padres o madres o hijos o hermanos o abuelos, son trabajadores o autónomos o empresarios, son aficionados a la música o hinchas de fútbol o amigos del cine; son más bien conservadores o liberales o socialistas o apolíticos; son tímidos o extrovertidos, alegres o melancólicos, rígidos o flexibles, ceremoniosos o campechanos, despistados o espabilados, insípidos o graciosos, nerviosos o tranquilos; son buenos o malos cocineros o bailarines o fotógrafos o deportistas. Son personas, más allá de todas las etiquetas, estereotipos y simplificaciones, más allá de todos los sambenitos, los uniformes y las marcas de ganado, personas hechas de nuestra propia pasta y que comparten por tanto un fondo común de miedos, grandezas, vilezas y amores en el que siempre terminamos por reconocernos. Intelectualmente, sabemos esto perfectamente, pero a menudo se nos olvida cuando se nos llena la boca de choques de civilizaciones o cuando nos planteamos si es posible el diálogo entre "culturas" o si las "culturas" son incompatibles, como si los entes que dialogaran o entraran en conflicto fueran una especie de ánimas platónicas supraindividuales y no personas de carne y hueso, o si las "culturas" pueden fusionarse o si la "cultura occidental" (sea lo que sea eso) es o no "superior" o si hay que respetar a las "culturas". No hay que respetar a las "culturas". Hay que respetar a las personas, lo que pasa es que éstas no son individuos aislados y ahistóricos, sino seres marcados por su historia, por sus experiencias y por tanto, por su contexto socio-cultural, que es algo mucho más fluido que nuestra imagen monolítica de las "culturas". Cuando llegamos a respetar y a apreciar a las personas más allá de las fronteras imaginarias de las "culturas", entonces nos hacemos capaces de respetar y de apreciar el "mundo de vida" que les da sentido, pero esto pone en su sitio al relativismo ético de salón que a veces sacan algunos y que se pone por encima de las personas mismas (lo que resulta convenientemente exagerado para reforzar retóricamente las posiciones xenófobas).
He de reconocer que la configuración "defensiva" de grupos minoritarios o subordinados puede tener algunos efectos socialmente saludables (eso que llaman "empoderamiento"), pero los tiene en tanto en cuanto esta categorización no sea un fin en sí mismo, sino un instrumento para restablecer la dignidad de los seres humanos, sea cual sea su pelaje, subordinándose radicalmente a este objetivo. Si se pierde este enfoque, se pierde el norte: entonces el grupo imaginario se concibe implícita o explícitamente como un espacio cerrado y sacralizado de fronteras densas, que no deja espacio a las personas para respirar en su interior. De la misma manera que algunas medidas de acción positiva mal enfocadas pueden terminar cristalizando los estereotipos que mantienen la desigualdad, las definiciones estrechas del grupo social, las que consideran a este grupo como la realidad misma y no como una mera representación que nos hacemos de la realidad, terminan reproduciendo las relaciones de poder y subordinación entre las personas.
Aquí es donde se unen el último movimiento del asimilacionismo y el del multiculturalismo; así, por ejemplo, la ideología del melting pot puede contemplarse como asimilacionista o multicultural, según el matiz que se incorpore. El matiz es la valoración de la diferencia, pero esta valoración superficial no lo es todo en un mundo de relaciones de poder desiguales. No olvidemos que el hipócrita lema sobre el que se sostenía la segregación racial estadounidense era "separados, pero iguales". No podemos ser iguales (en dignidad) si nos separan, si no compartimos el mismo espacio ni respiramos el mismo aire.
4 comentarios:
Antonio esta es la serie que más me ha interesado y con más detenimiento he tratado de leer y releer.
Ha coincidido con la lectura de otro texto sobre el tema que apoyaba y acababa de conseguir dar forma a las ideas que extraía de tu serie.
Aún estoy tratando de digerir algunas novedades.
En mucho, comparto tu análisis y me reconozco en él. Me ha resultado nuevo e interesante, por ejemplo, la relación de subordinación del concepto de identidad con las diferencias en el acceso a recursos y en la generación de un sentimiento aceptación de los límites... por ejemplo.
Sin embargo hay una cuestión que me inquieta. No es que no lo abordes, pero en mi opinión pasas por encima de ella demasiado rápido.
Me refiero al poder que tienen el sentimiento o la ilusión de identidad para muchas personas, en este caso, migrantes.
Supongo que es una cuestión de nivel de análisis. Desde un plano más social o más macro tiene más peso la naturaleza artificial de la identidad y sus relaciones de servidumbre.
Sin embargo, yo creo que no hay que descender demasiado para encontrar ese papel "defensivo" que tu mencionas.
También en un plano que trasciende lo individual "la identidad", más o menos reconstruida o parcheada, tiene un papel que creo muy destacado como factor que articula la relación de la llamada sociedad de acogida.
Y esto se demuestra más poderoso cuando hablamos en términos negativos. Es decir cuando se echa en falta ese sentimiento de pertenencia, de identidad.
Durante estos días trataba de encontrarle los límites a la identidad, y su pérdida, como metáfora con poder explicativo sobre algunos factores de dicha articulación.
Y mi respuesta es que, aunque construida y subordinada, el concepto de identidad rellena muchos de los vacíos y zonas oscuras de las relaciones entre grupos, fundamentalmente cuando hay relaciones desequilibradas.
Quiero seguir sacando punta al tema , pero no he querido dejar de escribir estas primeras impresiones .
Un abrzo.
Muchas gracias, José Luis.
Efectivamente, en esta ocasión yo sólo he enfatizado algunos aspectos, principalmente negativos de la construcción de la identidad social a través de la adscripción a "grupos imaginarios" (esto es, a categorías socio-cognitivas que no son grupos en el sentido estricto del término). Tal vez esto de deba a un cierto sesgo que tengo con respecto a las "etiquetas" y que he reconocido por aquí otras veces, aún reconociendo racionalmente su valor positivo.
En cualquier caso, en este momento me interesaba remarcar estos aspectos para intentar precisamente cuestionar algunos sobreentendidos. Desde un punto de vista macro y social, hay que tener en cuenta como las identidades "defensivas" pueden tener efectos boomerang; eso no quiere decir que no haya que utilizarlas, sino que hay que tener cuidado con ellas (lo que sucede, por ejemplo, con las medidas de acción positiva). Últimamente leía en un excelente trabajo de IOE algunas autopercepciones de los trabajadores migrantes en el sector de la construcción; en un nivel relativamente superficial del análisis del discurso, que era el que se seguía en ese estudio preliminar, estas opiniones permitían conocer la situación de discriminación a la que se ven sometidos. Pero a mí se me ocurría, profundizando, creo, un poco más, que en esos discursos se captaba también una aceptación resignada y fatalista de un orden de cosas existente. No estaban conformes, pero entendían que esa era la realidad, no sé si me explico. Desde un punto de vista personal, estos discursos pueden cumplir un papel adaptativo, pero a nivel global hay que trabajar sobre ellos para que no produzcan adormecimiento.
En otro orden de cosas, desde el punto de vista más individual, esta serie resalta como la identidad está construida sobre tres verdades a medias o ilusiones útiles. Cuidado, porque está claro que estos tres procesos son "útiles" y necesarios para configurar nuestra identidad, como indicaba al principio. Pero al mismo tiempo, hay que estar en camino constantemente para rebasar estas ilusiones.
En cierto sentido, es similar a un proceso místico (aunque no necesariamente religioso), esto es, un proceso de ex-tasis, de salir de un "yo" encerrado en rígidas fronteras cognitivas. Cuando el místico vuelve de su "viajecito lisérgico", de encontrarse con la unidad de las cosas (ese ser de Parménides), retorna a un mundo diferenciado en categorías, pero ahora las contempla de otra manera. Así, Ibn Arabi no dejó nunca de ser "musulmán", pero aún así decía ese laqab sarah qalbi, mi corazón abarca todas las formas. Así, Jesús no dejó de ser judío galileo pero podía ver al samaritano como ejemplo de prójimo. O así, en cierta medida, el Bodhisattva en representaciones simbólicas del budismo Mahayana permanece en el mundo estructurado para salvar a otros.
Al margen de estos ejemplos vinculados exclusivamente a identidades religiosas y sin necesidad de tanta radicalidad extática, la solución no pasa por eliminar nuestras identidades, nuestras categorías. Eso nos llevaría a ese supuesto asimilacionismo, a negar la memoria impresa sobre nuestro cuerpo, a la anomia que mencionas. La cuestión es asumir estas identidades de modo fluido y no como un estado de las cosas monolítico y permanente que se impone sobre nosotros mismos.
Descubrimos entonces que nuestras identidades no son categorías cerradas con un contenido predeterminado sino más bien conexiones que nos vinculan a otras personas y a sus prácticas y representaciones. Descubrimos que nuestras identidades cambian con nosotros y que no tenemos una sola dimensión, sino muchas (un "boliviano" no es sólo un "boliviano", es muchas otras identidades y tiene la conciencia de ser incluso algo más que la suma de sus etiquetas). Descubrimos que también nosotros y no sólo nuestras sociedades, somos multiculturales, interculturales, multiétnicos, lo que sea. Porque somos encrucijadas donde se cruzan muchas personas, muchas historias, muchas vidas.
Antonio, siento tardar tanto en poder sentarme a responder... así no hay quién mantenga un debate mínimamente fluido.
Verás, yo estoy de acuerdo en todo lo que dices en tu respuesta.
Las identidades defensivas y su poder para generar criterios y actitudes encorsetadas. La atribución de responsabilidad a dichas identidades que acaba por justificar la desigualdad. El miedo a las etiquetas (aunque reconozco me más de una vez me descubro usándolas).
También entiendo y comparto la función de las tres ilusiones que enumeras. La identidad se alimenta de una visión del individuo impermeable a su historia, su experiencia y su entorno.
Ahora bien, uno de los aspectos que a mi más me interesa de "la identidad" es su poder para convocar y movilizar a la gente. Y aún más en lo que afecta a la relación con la sociedad que no participa de dicha identidad.
No me refiero a un papel o aspecto negativo o positivo. Comparto contigo que la identidad tiene sus beneficios, sus riesgos y sus perjuicios.
Me refiero al gran poder que alcanza, construida o no, parcheada e inmovilista, la identidad me sorprende por su enorme capacidad de agrupar, arropar y dirigir.
Tu análisis es absolutamente acertado y a mi me a aportado mucho en lo que pensar, pero al final da la sensación de que una vez cortada en lonchas finas la dichosa identidad, buena o mala, tiene menos capacidad explicativa o de atribución de la que yo le intuyo.
Espero poder sentarme a escribir algo al respecto, resultado de la digestión de tu serie a corto plazo.
Repito, ha sido una gozada.
Un abrazo
Publicar un comentario