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viernes, abril 04, 2008

CIUDADANÍA SOCIAL Y MUTACIÓN CONSTITUCIONAL

Todas las entidades políticas, incluso las más opresivas, se orientan al cumplimiento de una serie de finalidades o funciones sociales y legitiman su propia existencia en el cumplimiento de estas funciones o en la satisfacción de determinadas necesidades. Es por esto que a la hora de analizar las sociedades humanas nunca está de más un poco de funcionalismo, siempre que no caigamos en sus errores más recurrentes, a saber, la visión de la "sociedad" o de la "cultura" como entidades estáticas y la infravaloración de las disfunciones y de los conflictos, suponiendo que todo funciona como una máquina bien engrasada. En efecto, ninguna sociedad humana real carece de conflictos o disfunciones sociales y precisamente estas contradicciones son las que la arrastran a su constante transformación (hacia un mundo distinto que no carecerá de problemas: siempre vivimos tiempos interesantes). Cuando la realidad social cambia y las disfunciones o contradicciones se hacen insoportables, la estructura política se va adaptando a las transformaciones de manera más o menos progresiva o traumática. Esta dinámica, que puede observarse en todas las entidades políticas, afecta también, por supuesto, a los Estados-nación surgidos del capitalismo industrial.

En una sociedad estructurada en torno a los mercados autorregulados, el Estado surgido de las cenizas del Antiguo Régimen "sirve para" construir y asegurar el intercambio en estos mercados. En la ideología oficial segregada por el nuevo orden, estos mercados se concebían como instituciones "naturales", "presociales", pero en realidad estaban -como todas las instituciones humanas imaginables- socialmente construidas y por tanto era preciso asegurarlas, protegerlas y mantenerlas. La legitimidad del poder estatal se basaba en la garantía de una serie de derechos individuales de las personas que intervenían en el mercado; no es sólo que el Estado tuviera que respetar estos derechos, es que su propia existencia se fundamentaba en su realización efectiva. Este cambio tan radical se terminó plasmando en los textos constitucionales y declaraciones de derechos; queda clara esta idea, por ejemplo, en la propia Declaracion de derechos de 1789: la finalidad de toda asociación política es la garantía de determinados derechos "naturales" del hombre: libertad, propiedad, seguridad y resistencia a la opresión. Ahora bien, el nuevo orden existente no deja de presentar profundas disfunciones, de las que se preocuparon particularmente los pioneros de las ciencias sociales: la aniquilacion de los lazos sociales que estructuraban la sociedad y su disolucion en el mercado provocó una fuerte anomia; la disociación entre la persona y lo que hace (es decir, su trabajo, convertido en mercancía), generó alienación; el peso de las relaciones de poder reales en los mercados teóricamente "libres" multiplicó los abusos y la explotación; la desaparición de las redes tradicionales de solidaridad, o su ineficiencia ante los nuevos riesgos provocó una significativa desprotección frente a los riesgos sociales. La sociedad reaccionó espontáneamente para sobrevivir a sus propias contradicciones, forzando a una progresiva transformación de la propia estructura del Estado. De manera implícita o explícita, el Estado meramente liberal, se convirtió en lo que hoy llamamos el Estado social. Si hoy preguntamos a cualquier ciudadano si el Estado debe existir, seguramente dirá que sí y probablemente lo justificará en base a la enumeración de bienes y servicios como los hospitales, las carreteras, la seguridad social o los colegios. Bienes y servicios que en teoría podría proporcionar el mercado y que, de hecho, a veces proporciona. El Estado existe "para" garantizar determinadas libertades a los "individuos", pero también para proporcionar determinados derechos sociales que corrigen las disfunciones provocadas por el reinado de los mercados; así se legitima el poder que ejerce sobre nosotros.

Algunas veces, la adaptación de la estructura política moderna a los cambios se manifiesta de manera explícita a través del cambio radical de la Constitución o de su reforma parcial. Aunque a veces nos aferremos a la inmutabilidad de la Constitución, como si se tratara del texto sagrado revelado por alguna divinidad antigua, las constituciones se enmiendan o se reforman para adaptarse a las circunstancias, o incluso dejan de existir cuando se hacen inútiles para estructurar y legitimar el sistema político existente. A veces, sin embargo, nuestras constituciones son más "inteligentes" y "cambian solas", sin que el texto de su articulado varíe en una sola coma. Este fenómeno es lo que los constitucionalistas denominan "mutación constitucional". En efecto, la "voluntad del legislador", o en este caso, la "voluntad del poder constituyente" no es la voluntad de ningún sujeto real o de una entidad metafísica que nos reveló el texto sagrado; más bien es una construcción imaginaria, una ficción que los juristas necesitamos para trabajar. Cuando aplicamos el criterio "teleológico" de interpretación (el que se basa en la identificación de la finalidad de la norma), estamos más bien aplicando un criterio funcionalista. Identificamos la función (o las funciones) que cumple una norma en un contexto social determinado. Así pues, aunque las palabras de la Constitución sigan siendo las mismas, su significado cambia para que puedan seguir diciendo algo, para que sigan teniendo sentido o para que la finalidad abstracta que las animaba pueda realizarse. Esto es muy patente en materia de extranjería e inmigración.

Seguramente, las personas concretas que redactaron la Constitución no podían imaginar nunca que en España residirían con cierta vocación de permanencia varios millones de extranjeros ni la realidad (post)moderna del transnacionalismo; al contrario, existía más bien una preocupación por los millones de españoles que residían en otros países. Cuando se redacta el art. 13, se concibe a los extranjeros como elementos externos al sistema, no como miembros de la sociedad que de hecho participan en ella de manera cotidiana; su presencia en el territorio nacional se percibía como un asunto coyuntural -en el tiempo de visita o al menos en el número o en el tiempo de asimilación-, casi una anomalía; el problema era de "extranjería" más que de "migración": se trataba de determinar en qué condiciones podían ejercer estas personas "extrañas" al sistema, los derechos que su Constitución reconocía a los integrantes de la comunidad política y en los que se legitimaba la propia existencia del Estado. Y lo hacía aparentemente concediendo una enorme libertad al legislador. Como ya comentamos en otra entrada, el TC consiguió superar esa aparente libertad, con su clásica división de los derechos en tres grupos: los que correspondían sólo a los españoles, los inherentes a la dignidad humana que no pueden negarse en ningún caso y los que se concederán o no en función de lo que digan los tratados y las leyes. En un momento en que comenzaban a llegar los primeros migrantes, esta clasificación tuvo su utilidad, su funcionalidad para el mantenimiento de la lógica del sistema; reconocía un mínimo de dignidad a estos migrantes, pero permitía al mismo tiempo negar tranquilamente aquellos derechos que utópicamente habrían de corresponder a todos, pero cuya extensión a los extranjeros, en la práctica, dependía de las condiciones estructurales: así sucedía con el derecho al trabajo (art. 35), y con el derecho a la Seguridad Social (art. 41).

Hoy en día, esta clasificación en tres grupos, ha devenido completamente inútil, y sólo se mantiene formalmente debido al peso de la inercia en la jurisprudencia y que hay que ir superando; su simplicidad nos conduce a un callejón sin salida lógico. En la práctica, es imposible distinguir cuáles son los derechos inherentes a la dignidad humana, porque sencillamente, todos los derechos constitucionales derivan de ella. Así, por ejemplo, la Declaración Universal de Derechos Humanos reconoce tanto el derecho al trabajo (art. 23) como el derecho a la seguridad social (art. 22); son derechos que en principio y como meta deberían corresponder a toda persona, pero cuyo reconocimiento absoluto resulta difícil -y a veces imposible- debido a circunstancias estructurales que chocan con la lógica de nuestros principios. Así pues, la cuestión no es tanto si los extranjeros -digamos ahora, los migrantes, que no es lo mismo- tienen derecho a estas cosas, sino cuáles van a ser las condiciones de acceso y las limitaciones a este reconocimiento y hasta dónde pueden -o deben- llegar. De hecho, es difícil imaginar un derecho o interés más ligado a la persona humana que la "integridad física" (art. 15) y sin embargo, su correlato instrumental, el derecho a la salud (art. 43) se ha considerado de ese grupo cuya extensión a los extranjeros depende de los tratados y las leyes (STC 95/2000).

Actualmente, la normativa de extranjería reconoce a grandes rasgos estos derechos a los extranjeros residentes legales. ¿Y si no lo hiciera? ¿Y si los negara radicalmente? ¿Tendría el legislador una libertad completa como parece indicar la literalidad del art. 13? Yo creo que no. Si España es un Estado social (art. 1.1 CE) y si los poderes públicos tienen la obligación de promover la igualdad efectiva entre las personas y grupos (art. 9.2), sencillamente no se puede ignorar la presencia de cuatro o cinco millones de extranjeros en su territorio con vocación de permanencia; el poder que el Estado ejerce sobre ellos debe legitimarse a través de su integración construida con el reconocimiento de los derechos sociales (del voto hablamos otro día). Del propio "espíritu" de la Constitución surge un derecho no formulado expresamente a la "integración socio-económica" de los inmigrantes (SÁNCHEZ-URÁN AZAÑA).

Cuando los "padres de la patria" se referían en el art. 41 CE a la seguridad social para "todos los ciudadanos", seguramente estaban pensando en la vieja noción de ciudadanía política, determinada por la nacionalidad. El sentido de la palabra ha cambiado. Los derechos sociales se refieren ahora a la "ciudadanía social", a las personas que integran de hecho la comunidad política, con independencia de su nacionalidad. No puede negarse radicalmente a los extranjeros el derecho al trabajo o a la protección social ni las garantías del derecho laboral. Ahora bien, la "madre del cordero" (escamoteada por esa vieja división tripartita del Tribunal Constitucional) es más bien determinar qué hay que hacer para entrar en el selecto club de los ciudadanos: cuáles han de ser las condiciones de acceso a la residencia legal, en qué medida pueden imponerse algunas restricciones a los derechos de los residentes legales y en qué medida la ciudadanía se expande a los que se encuentran en situación irregular para integrar las disfuncionalidades de una situación que deriva de nuestra propia estructura económica.

4 comentarios:

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Àngel 'Soulbizarre' dijo...

interesante blog...me lo leo...

Àngel 'Soulbizarre' dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Antonio Álvarez del Cuvillo dijo...

Moltes gràcies!

Por cierto, para los más curiosos respecto del contenido de los misteriosos mensajes "censurados", no decían nada especial: una prueba mía enredando con el sistema y un duplicado de este comentario de tati-pagès-soulbizarre que su autor borró.