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jueves, septiembre 25, 2008

LOS MIGRANTES Y LA CONQUISTA DEL ESTADO

A grandes rasgos podríamos definir el Estado como una organización jerarquizada que pretende tener el monopolio de la coacción y de la violencia en un determinado territorio y que tiene poder para hacer relativamente creíble esta pretensión (nunca realizada completamente). O, dicho con mala uva de "anarquista místico", el Estado es una forma de violencia institucionalizada. De acuerdo con esta definición, el Estado es anterior al modo de producción capitalista y a la "economía de mercado"; aunque seguramente todas las sociedades con Estado han tenido "mercados," generalmente éstos no constituían la base de la subsistencia de la mayoría de la población. De hecho, podría decirse simplificando un poco que para que esta transformación hacia el capitalismo fuera posible, una pujante clase social de élites urbanas -la burguesía- hubo de apoderarse de las viejas estructuras de poder de los Estados tributarios preexistentes. Para ello en muchos sitios tuvo que inventarse la "nación" y por eso a veces nos referimos a los Estados contemporáneos como Estados-nación. Cuenta la leyenda que Luis XIV dijo eso de "El Estado soy yo"; sea cierto o no en términos empíricos, este mito refleja una cierta perspectiva de la realidad; si el Estado era el soberano, entonces tenía que ser conquistado por la "Nación", esto es, por la clase burguesa que había surgido en su territorio en los albores de una nueva forma de organización económica.

Así pues, parece que la Nación, como arma retórica de conquista del Estado fue en su momento una enorme sinécdoque social. En algún reino imaginario y teológico podía referirse a la totalidad de los "ciudadanos" sometidos al poder del Estado; en el calor de la batalla, la Nación era el Tercer Estado, el "pueblo llano", que se atribuía una mayor representatividad de la totalidad por constituir una aplastante mayoría; no obstante, más en concreto y en la práctica, la "Nación" se refería exclusivamente a una parte del pueblo, a la burguesía, vanguardia del "pueblo llano", clase social en la que supuestamente este pueblo se encarnaba. Como es sabido, durante mucho tiempo, la participación real en la "Nación", en la ciudadanía, en el Estado y en los mecanismos de control de su violencia institucional -eso que denominamos "democracia"- pasaba por ser varón, blanco y propietario; las demás personas quedaban excluidas, convirtiéndose idealmente en objetos y no en sujetos de la vida política, esto es, objetos del poder y de la violencia a través de los cuales la sociedad se organiza.

Sabemos también que los derechos de sufragio se fueron expandiendo a raíz de la lucha emprendida por las "clases" excluidas para conquistar una vez más el Estado, dado que, como es natural, querían también participar en el control democrático de la violencia institucionalizada que sobre ellos se ejercía. Ciertamente, todo poder necesita autolegitimarse y parte de esta legitimación se obtiene a través del establecimiento de mecanismos de control del poder; llega un momento en el que la exclusión se convierte en un fenómeno sangrante y doloroso que constituye un peligro para la estabilidad del régimen de poder estatal. Generalmente, los obreros varones accedieron antes que las esposas de los propietarios al derecho de sufragio, quizás porque debido a sus circunstancias, sus posibilidades de organización eran mayores y por tanto constituían una "amenaza" más grave para el poder estatal.

Hace unos meses, un profesor de Historia Contemporánea me llamaba la atención sobre el hecho de que (a grandes rasgos y simplificando otra vez), los obreros que lucharon por el sufragio universal no tenían "nación" alguna. Las élites burguesas, urbanas y con un campo de interacción social más amplio basado en los crecientes mercados, habían ido construyendo a lo largo del tiempo una cierta "identidad" o "conciencia" nacional, pero de esa identidad no participaban los campesinos movilizados del terruño como necesaria mano de obra del nuevo modo de producción industrial (ni tampoco en gran medida, sus descendientes des-integrados en su utilización como fuerza de trabajo informe). Por lo visto, cuando se miran los antiguos documentos, bajo el epígrafe de "patria" aparece su valle, comarca o aldea, es decir, el limitado espacio territorial al que en realidad se ligaba su identidad étnica. Su lucha no era tanto por integrarse en la Nación -que reside en el platónico mundo de las ideas- sino por participar en el control del poder real que el Estado ejercía sobre ellos mismos y sobre los mercados en los que basaban su supervivencia. La eventual integración ideológica en el seno la Nación es la consecuencia, y no la causa de la lucha por conquistar -hasta cierto punto- el poder institucionalizado en el Estado.

Todo esto sucedió hace mucho tiempo en un país muy lejano, pero hoy en día también nos encontramos con fuerza de trabajo movilizada por el entramado productivo y excluida de la Nacion y de la ciudadanía. Los que llamamos "inmigrantes", que residen en nuestro país con vocación de permanencia, generalmente trabajan, pagan impuestos y están sometidos a la legislación y a la violencia del Estado pero no participan en su control. Por decirlo de un modo eufemístico, no es del todo cierto que a través del ritual del voto practicado cada cuatro años seamos capaces en realidad de determinar el contenido de las políticas públicas y de la legislación, que en realidad escapa a nuestro control (en gran medida debido a la complejidad de nuestro mundo sociopolítico); pero sí que es verdad que la capacidad de votar -se ejerza o no- convierte a las personas por arte de magia en interlocutores, dado que colectivamente pueden llegar a desplazar del poder al bando actualmente dominante de entre las élites políticas. Los políticos se dirigen a los ciudadanos y hablan sobre los inmigrantes; lo sciudadanos son interlocutores, lo inmigrantes, el tema de conversación (el "problema" político) e inevitablemente esto afecta a la formulación de las políticas y al contenido de los discursos. Si en alguna medida la legislación protege a los extranjeros es porque a los ciudadanos -o a algunos de nosotros- nos importa lo que les pase a los extranjeros, o dicho de manera menos autocomplaciente "nos dan penita", pero en la medida en que se nos acabe la "penita" estas personas se convierten en objeto maleable del ejercicio del poder y la violencia social, sin ninguna capacidad de autodefensa en el marco admitido del sistema social.

Si esta situación se ha mantenido es porque en gran medida es funcional. Cuando las personas son objetos y no sujetos de la política pueden adaptarse de manera fluida a los requerimientos del mercado y a las necesidades productivas y reproductivas de las castas de verdaderos ciudadanos de la polis (aunque eso sí, el producto de esta explotación se distribuye de manera desigual). Pero, como en los casos anteriores, genera contradicciones que poco a poco van exigiendo un cambio adaptativo e "integrador". Ello sucede en momentos como el actual, en el que los requerimientos de movilización de fuerza de trabajo han sido grandes y continuados; adicionalmente, a medida que la población extranjera se iba "integrando", ha aparecido de nuevo la "necesidad" de exportar mano de obra "ilegal". Como resultado de ello tenemos varios millones de extranjeros residiendo en nuestro país con vocación de permanencia, viviendo, comprando, consumiendo, trabajando, pagando, siendo objeto de aplicación de la ley. ¿Cuántos son ya? ¿Cuatro millones? Se dice pronto: aproximadamente la población de Madrid. La situación se va volviendo poco a poco socialmente insostenible. Surge entonces la necesidad de "integrar" a los extranjeros (no vaya a ser que su desintegración nos termine salpicando), si bien la integración completa sólo puede darse cuando sean sujetos del espacio político. Cosas como el contrato de integración de Rajoy reflejan o proyectan -en términos puramente moralistas, ideológicos, "superestructurales"-, esta inquietud por que estos objetos de la política acaten de buen grado las leyes que se les imponen, aunque no participen en su control: "si vienen aquí, tendrán que acatar nuestras normas".

Ahora bien, estoy planteando esta crítica en términos tan radicales que seguramente a alguien le pudiera parecer un mero ejercicio de demagogia. A mí me parece que si nos quitamos las orejeras del prejuicio resulta evidente que una realización real de la democracia exige el reconocimiento del derecho al voto de los millones de extranjeros residentes en España. Sucede sin embargo, que en realidad estamos muy lejos de eso y por ello aparecen toda una serie de obstáculos simbólicos, es decir jurídicos e ideológicos que hacen inviable a corto plazo la introducción de esta democracia real. El derecho al voto de los extranjeros hace perder a la institución de la nacionalidad gran parte de su sentido (¿y qué?), está prohibido por la Constitución y en gran medida no es aceptado por muchos ciudadanos que esgrimen argumentos culturalistas o parternalistas, como sucedió en el pasado con las mujeres y los obreros: según estos mitos apocalípticos, si permitimos que estas "formas inferiores de pensamiento" (las de la clase obrera, las mujeres o los extranjeros) penetren en la construcción del Estado nos sumiremos en el Caos y la barbarie. En mi opinión, los análisis críticos tienen que ser todo lo radicales que se pueda, de manera que seamos capaces de desprendernos si es preciso de todos los prejuicios y apriorismos que nos pudieran limitar el pensamiento; pero luego las propuestas de acción tienen que ser posibles, aunque caminando estratégicamente hacia lo que hoy parece utópico, de manera que no nos quedemos únicamente en discursos y palabras bonitas.

Entiendo que en este aspecto hay dos líneas de actuación claras, de momento compatibles entre sí. Por un lado, hay que trabajar desde ahora mismo (para que no se nos echen las elecciones encima) en el derecho al voto de los extranjeros en las elecciones municipales, en su caso salvando las interpretaciones más restrictivas del requisito constitucional de "reciprocidad" (concebido cuando España era un país de emigrantes). Por otro lado, creo que nos tenemos que ir planteando poco a poco una adaptación de la vetusta institución jurídica de la nacionalidad a la situación presente: de un lado, parece excesivo el requisito de diez años de residencia legal que se aplica a todos los extranjeros, salvo a los integrantes de algunas etnias privilegiadas vinculadas en parte a lo que antes se denominaba "estirpe de la raza ibérica"; desde luego lo es si de lo que se trata es de ejercer el derecho al voto; de otro lado, en el marco del transnacionalismo, resulta cada vez más inapropiada la concepción de la nacionalidad como un vínculo con un único país (aún existiendo excepciones con los convenios de doble nacionalidad).

2 comentarios:

Haideé Iglesias dijo...

Si realmente fuera un estado democratico, si que tendría que permitirse el voto a todos aquellos que tengan derechos adquiridos por residencia, trabajo, etc. Pues si hacemos caso de la constitución, hay obligaciones y derechos.Aunque mucho me temo que esto haría poner el grito en el cielo a los que ahora ya se sienten invadidos y discriminados por los derechos de esos inmigrantes. ¡Leo cada cosa por ahí!Estoy simplificando mucho yo también, lo sé...
Te he visto en el blog de Gregorio.
Un cordial saludo.

Antonio Álvarez del Cuvillo dijo...

Gracias, haideé. Greg es grande, a ver si me pongo y enlazo su blog, junto con otro más que tengo pendiente.