Como íbamos anunciando, interrumpimos nuestra conexión con los "carniceros de utopía" ante la oportunidad de la reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre el recurso de inconstitucionalidad planteado por el Parlamento de Navarra frente a la Ley de Extranjería (concretamente, frente a su "contrarreforma" mediante la ley 8/2000). Así pues, vamos a insertar otra serie sobre esta sentenci y luego seguiremos con las cuestiones del mercado de trabajo. A estos efectos, procuraremos expresarnos en lenguaje humano, es decir, no en "jurídico", en la medida de lo posible. De hecho, me interesa en esta primera entrada plantear la cuestión primero desde fuera de la lógica del Derecho, para entender cuáles son sus condicionantes.
En alguna entrada anterior habíamos afirmado que, en estos tiempos interesantes, cualquier regulación sobre las migraciones está arrastrada a soportar una cierta contradicción, una cierta tensión que resulta hasta cierto punto ineludible, con independencia de dónde situemos el punto de equilibrio entre los polos contrapuestos. Para entender esta contradicción me parece muy útil el modelo del antropólogo Victor Turner sobre la dialéctica entre communitas y estructura, extraido del estudio de las sociedades más diversas. La experiencia universal -en diversas formas- de la communitas nos lleva a reconocernos en el otro como iguales en el fondo de nuestra humanidad; soñamos el "alma" de nuestras sociedades como una comunidad perfecta de seres libres e iguales que proyectamos más allá del tiempo, hacia un pasado mitológico (la Edad de Oro, el Paraíso Perdido, el status naturae) o hacia un futuro escatológico (la Nueva Jerusalén, la Sociedad Comunista, el Fin de la Historia) y más allá del espacio, hacia un país muy, muy lejano (Hiperbórea, Utopía, la Atlántida, Thelema). Esta comunidad anhelada contrasta con las exigencias de la estructura social, que articulan el sistema productivo, las relaciones sociales y los sistemas de comunicación simbólica en torno a la estratificación, las diferencias, la división del trabajo y el poder. La communitas no existe, ni puede existir en Estado puro, pues sin estructura -sea la que sea- no hay sociedad, pero es el fundamento simbólico de la vida social. El ideal de la communitas legitima el ejercicio del poder en la comunidad política (hoy diríamos "la soberanía reside en el Pueblo") y al mismo tiempo es la semilla de la destrucción del poder cuando las formas estructurales ya no se adaptan a la nueva realidad.
Todas las comunidades políticas llegan a un determinado compromiso ideológico entre estos dos polos de necesidades contrapuestas. El discurso público (también el jurídico) es una de las formas a través de las cuales se articula este compromiso. Los juristas romanos tuvieron que argumentar en defensa de la propiedad privada y la esclavitud porque, de un lado percibían algo "incómodo" en estos conceptos, de otro lado, estas instituciones eran "necesarias" para mantener la estructura social de aquel tiempo.
La experiencia de la communitas opera en principio respecto de los miembros de la comunidad política, pero es potencialmente (y quizás tendencialmente, conforme aumentan las pautas de interacción) universal, debido a la capacidad humana para la empatía y a su relación con el valor de la dignidad humana. En las principales comunidades políticas de nuestro tiempo, los Estados, la communitas de personas libres e iguales sobre las que se fundamenta el ejercicio del poder es la idea -inevitablemente racial- de la Nación. Los "ciudadanos" libres e iguales se construyen por oposición a los "extranjeros". En cierto sentido (pero sólo en cierto sentido, porque también hay distinciones estructurales entre los "ciudadanos"), los extranjeros son "la última frontera" de nuestra comunidad política. Pero la frontera se está derrumbando progresivamente y estamos asistiendo a uno de los episodios de esta lenta y progresiva demolición.
Las contradicciones de una sociedad son siempre la semilla de su transformación; cuando las distinciones de la estructura están inadaptadas, terminan resecándose y son destruidas por el caos primordial de la communitas construyéndose sobre el cadáver de Tiamat unas nuevas formas estructurales. Yo creo que la "extranjería" es una de las principales contradicciones de nuestra sociedad, un espacio en el que los equilibrios están reconstruyéndose rápidamente a gran velocidad, de manera aún oscilante e inestable (Ley 4/2000, Ley 8/2000, Ley 14/2003, etc.) Aunque hoy desde luego no es posible ignorar totalmente las distinciones entre "nacionales" y "extranjeros", tal vez algún día resulten tan extrañas a la gente como la que dividió en su tiempo a "libres" y "esclavos", que pareció "natural" a las gentes de aquellas épocas aunque tuvieran que argumentar a su favor (eso sí, en ese hipotético futuro tendrán otras distinciones de las que preocuparse). Aunque los Estados siguen ejerciendo un enorme poder, parte de su "espíritu" legitimador, la idea inevitablemente racial, aunque maquillada, de la Nación, empieza a tambalearse con la expansión del transnacionalismo.
Siempre ha habido migraciones. Pero, en la forma que asumen actualmente, implican que aquellos a los que llamamos "extranjeros" son miembros de facto de nuestra comunidad política, gente que vive con nosotros, que trabaja con nosotros, que es destinataria del poder que necesita legitimación. Aquí hay una contradicción que arrastra hacia relaciones de integración/igualdad (o en el peor de los casos de exclusión/subordinación). Comienza a replantearse la noción de "ciudadanía" ¿quiénes son "ciudadanos"?, lo que probablemente llevará en el futuro a una crisis de la noción jurídica de "nacionalidad".
En gran medida, nuestra noción de "ciudadanía" se sostiene sobre la posesión de los "derechos constitucionales"; desprovista la nación de su carga étnica (racial, racista y contraria al pluralismo proclamado por nuestras Constituciones), sólo nos queda el "patriotismo constitucional". Lo que une a la nación es una Constitución que garantiza los derechos y libertades de los "ciudadanos". Estos derechos son la expresión de la communitas, el fundamento y legitimación del poder; el poder se ejerce para que los ciudadanos podamos disfrutar de estos derechos (derechos-libertad o derechos sociales) y a su vez encuentra en estos derechos su principal limitación. Aquellos que tienen "derechos" pueden ser destinatarios del poder, pueden ser gobernados. ¿Cómo pueden ser gobernados los extranjeros miembros de la comunidad política si no tienen derechos? El fundamento de su integración en el orden social sólo puede ser, a grandes rasgos, la ciudadanía o el sometimiento al poder descarnado.
Estas contradicciones aletean ya en el art. 13 de la Constitución, aunque probablemente los padres de la patria no podían imaginar que España fuera a estar habitada, treinta años después, por millones de "extranjeros". Como ya comentamos en otra entrada, el Tribunal Constitucional entendió que este artículo no era una "norma en blanco" que permitía a las leyes ordinarias hacer lo que les diera la gana con los extranjeros. En su momento, no tuvo más remedio que hacer una clasificación tripartita de los derechos: derechos inherentes a la dignidad humana, que en ningún caso pueden negarse a los extranjeros (por ejemplo, el derecho a la vida); derechos inherentes a la ciudadanía, que en ningún caso pueden concederse a los extranjeros (en realidad, únicamente el derecho de participación política salvo, en su caso, en las elecciones municipales) y por último, derechos que pueden o no reconocerse a los extranjeros, en virtud de lo que digan los tratados y las leyes (por ejemplo, el derecho al trabajo).
Esta distinción jurisprudencial fue "necesaria" en un momento determinado para salvar a la communitas (para evitar que el poder pudiera hacer lo que quisiera con los extranjeros) y para salvar a la estructura, porque este artefacto jurídico es una máquina que nos va a decir en cualquier momento que la distinción que resulta conveniente en un momento determinado puede hacerse. Eso sí, está repleta de contradicciones lógicas y de paradojas y cada vez es menos adecuada para canalizar el conflicto; de hecho, creo que en la sentencia que comentaremos se percibe como esta distinción es cada vez más irrelevante. Lo importante no es tanto si los derechos se tienen o no se tienen, sino cuáles son los condicionamientos que a éstos pueden ponerse.
¿Dónde están las contradicciones? Primero, la exclusión de la participación política, impecablemente derivada de la literalidad del artículo 13 de la Constitución cada vez se adapta menos a la situación real: tenemos a millones de extranjeros residiendo de manera estable en nuestro país que son destinatarios del poder (estando sometidos a las leyes) y no participan en su designación. Que además paguen impuestos me parece secundario respecto de la cuestión más global de la legitimación del poder. Si en nuestro sistema el elemento fundamental de legitimación del poder es la "democracia" ("la soberanía reside en el pueblo") ¿cómo se sostiene el sometimiento al Derecho de estos millones de personas? En cualquier caso, esto tardará en cambiar, pero la tendencia al aumento de la participación política es evidente.
De todas maneras, la contradicción más importante es aludida en la propia sentencia que comentaremos. En el fondo, TODOS los derechos constitucionales derivan de la dignidad humana. ¿Es que el "Derecho al Trabajo" no deriva de la dignidad humana? ¿Es que no aparece recogido en la Declaración Universal de Derechos Humanos? La única razón por la que se sitúa en el grupo de derechos que admite restricción es que estas restricciones vienen determinadas -o al menos condicionadas- por circunstancias estructurales, es decir, porque es necesario, o al menos conveniente (expresamente no podemos reconocer que la conveniencia pueda imponerse a la dignidad, pero es que la dignidad la percibimos en el contexto de una sociedad real). Quizás en el futuro lejano nuestros descendientes se horroricen con el "racismo" que implica la preferencia en la contratación por razón del origen nacional, pero hoy es difícil argumentar en contra de ella proponiendo alternativas porque probablemente -aunque esto es muy discutible- cumple una función importante en la canalización de los flujos migratorios y en la ordenación del mercado de trabajo. Hoy por hoy es ineludible -desgraciadamente- restringir de algún modo la "entrada" en la comunidad política, por eso la tendencia es a la equiparación de derechos de los que están "dentro", manteniéndose las distinciones en el "acceso" (al territorio nacional, al mercado de trabajo). Pero eso quizás apunta a una redefinición de la dogmática desde la que se ha analizado el artículo 13 de la Constitución. Por otra parte, algunas consecuencias de estos procesos pueden llevarnos a la descomposición de la figura del extranjero, como veremos en la próxima entrada.
En alguna entrada anterior habíamos afirmado que, en estos tiempos interesantes, cualquier regulación sobre las migraciones está arrastrada a soportar una cierta contradicción, una cierta tensión que resulta hasta cierto punto ineludible, con independencia de dónde situemos el punto de equilibrio entre los polos contrapuestos. Para entender esta contradicción me parece muy útil el modelo del antropólogo Victor Turner sobre la dialéctica entre communitas y estructura, extraido del estudio de las sociedades más diversas. La experiencia universal -en diversas formas- de la communitas nos lleva a reconocernos en el otro como iguales en el fondo de nuestra humanidad; soñamos el "alma" de nuestras sociedades como una comunidad perfecta de seres libres e iguales que proyectamos más allá del tiempo, hacia un pasado mitológico (la Edad de Oro, el Paraíso Perdido, el status naturae) o hacia un futuro escatológico (la Nueva Jerusalén, la Sociedad Comunista, el Fin de la Historia) y más allá del espacio, hacia un país muy, muy lejano (Hiperbórea, Utopía, la Atlántida, Thelema). Esta comunidad anhelada contrasta con las exigencias de la estructura social, que articulan el sistema productivo, las relaciones sociales y los sistemas de comunicación simbólica en torno a la estratificación, las diferencias, la división del trabajo y el poder. La communitas no existe, ni puede existir en Estado puro, pues sin estructura -sea la que sea- no hay sociedad, pero es el fundamento simbólico de la vida social. El ideal de la communitas legitima el ejercicio del poder en la comunidad política (hoy diríamos "la soberanía reside en el Pueblo") y al mismo tiempo es la semilla de la destrucción del poder cuando las formas estructurales ya no se adaptan a la nueva realidad.
Todas las comunidades políticas llegan a un determinado compromiso ideológico entre estos dos polos de necesidades contrapuestas. El discurso público (también el jurídico) es una de las formas a través de las cuales se articula este compromiso. Los juristas romanos tuvieron que argumentar en defensa de la propiedad privada y la esclavitud porque, de un lado percibían algo "incómodo" en estos conceptos, de otro lado, estas instituciones eran "necesarias" para mantener la estructura social de aquel tiempo.
La experiencia de la communitas opera en principio respecto de los miembros de la comunidad política, pero es potencialmente (y quizás tendencialmente, conforme aumentan las pautas de interacción) universal, debido a la capacidad humana para la empatía y a su relación con el valor de la dignidad humana. En las principales comunidades políticas de nuestro tiempo, los Estados, la communitas de personas libres e iguales sobre las que se fundamenta el ejercicio del poder es la idea -inevitablemente racial- de la Nación. Los "ciudadanos" libres e iguales se construyen por oposición a los "extranjeros". En cierto sentido (pero sólo en cierto sentido, porque también hay distinciones estructurales entre los "ciudadanos"), los extranjeros son "la última frontera" de nuestra comunidad política. Pero la frontera se está derrumbando progresivamente y estamos asistiendo a uno de los episodios de esta lenta y progresiva demolición.
Las contradicciones de una sociedad son siempre la semilla de su transformación; cuando las distinciones de la estructura están inadaptadas, terminan resecándose y son destruidas por el caos primordial de la communitas construyéndose sobre el cadáver de Tiamat unas nuevas formas estructurales. Yo creo que la "extranjería" es una de las principales contradicciones de nuestra sociedad, un espacio en el que los equilibrios están reconstruyéndose rápidamente a gran velocidad, de manera aún oscilante e inestable (Ley 4/2000, Ley 8/2000, Ley 14/2003, etc.) Aunque hoy desde luego no es posible ignorar totalmente las distinciones entre "nacionales" y "extranjeros", tal vez algún día resulten tan extrañas a la gente como la que dividió en su tiempo a "libres" y "esclavos", que pareció "natural" a las gentes de aquellas épocas aunque tuvieran que argumentar a su favor (eso sí, en ese hipotético futuro tendrán otras distinciones de las que preocuparse). Aunque los Estados siguen ejerciendo un enorme poder, parte de su "espíritu" legitimador, la idea inevitablemente racial, aunque maquillada, de la Nación, empieza a tambalearse con la expansión del transnacionalismo.
Siempre ha habido migraciones. Pero, en la forma que asumen actualmente, implican que aquellos a los que llamamos "extranjeros" son miembros de facto de nuestra comunidad política, gente que vive con nosotros, que trabaja con nosotros, que es destinataria del poder que necesita legitimación. Aquí hay una contradicción que arrastra hacia relaciones de integración/igualdad (o en el peor de los casos de exclusión/subordinación). Comienza a replantearse la noción de "ciudadanía" ¿quiénes son "ciudadanos"?, lo que probablemente llevará en el futuro a una crisis de la noción jurídica de "nacionalidad".
En gran medida, nuestra noción de "ciudadanía" se sostiene sobre la posesión de los "derechos constitucionales"; desprovista la nación de su carga étnica (racial, racista y contraria al pluralismo proclamado por nuestras Constituciones), sólo nos queda el "patriotismo constitucional". Lo que une a la nación es una Constitución que garantiza los derechos y libertades de los "ciudadanos". Estos derechos son la expresión de la communitas, el fundamento y legitimación del poder; el poder se ejerce para que los ciudadanos podamos disfrutar de estos derechos (derechos-libertad o derechos sociales) y a su vez encuentra en estos derechos su principal limitación. Aquellos que tienen "derechos" pueden ser destinatarios del poder, pueden ser gobernados. ¿Cómo pueden ser gobernados los extranjeros miembros de la comunidad política si no tienen derechos? El fundamento de su integración en el orden social sólo puede ser, a grandes rasgos, la ciudadanía o el sometimiento al poder descarnado.
Estas contradicciones aletean ya en el art. 13 de la Constitución, aunque probablemente los padres de la patria no podían imaginar que España fuera a estar habitada, treinta años después, por millones de "extranjeros". Como ya comentamos en otra entrada, el Tribunal Constitucional entendió que este artículo no era una "norma en blanco" que permitía a las leyes ordinarias hacer lo que les diera la gana con los extranjeros. En su momento, no tuvo más remedio que hacer una clasificación tripartita de los derechos: derechos inherentes a la dignidad humana, que en ningún caso pueden negarse a los extranjeros (por ejemplo, el derecho a la vida); derechos inherentes a la ciudadanía, que en ningún caso pueden concederse a los extranjeros (en realidad, únicamente el derecho de participación política salvo, en su caso, en las elecciones municipales) y por último, derechos que pueden o no reconocerse a los extranjeros, en virtud de lo que digan los tratados y las leyes (por ejemplo, el derecho al trabajo).
Esta distinción jurisprudencial fue "necesaria" en un momento determinado para salvar a la communitas (para evitar que el poder pudiera hacer lo que quisiera con los extranjeros) y para salvar a la estructura, porque este artefacto jurídico es una máquina que nos va a decir en cualquier momento que la distinción que resulta conveniente en un momento determinado puede hacerse. Eso sí, está repleta de contradicciones lógicas y de paradojas y cada vez es menos adecuada para canalizar el conflicto; de hecho, creo que en la sentencia que comentaremos se percibe como esta distinción es cada vez más irrelevante. Lo importante no es tanto si los derechos se tienen o no se tienen, sino cuáles son los condicionamientos que a éstos pueden ponerse.
¿Dónde están las contradicciones? Primero, la exclusión de la participación política, impecablemente derivada de la literalidad del artículo 13 de la Constitución cada vez se adapta menos a la situación real: tenemos a millones de extranjeros residiendo de manera estable en nuestro país que son destinatarios del poder (estando sometidos a las leyes) y no participan en su designación. Que además paguen impuestos me parece secundario respecto de la cuestión más global de la legitimación del poder. Si en nuestro sistema el elemento fundamental de legitimación del poder es la "democracia" ("la soberanía reside en el pueblo") ¿cómo se sostiene el sometimiento al Derecho de estos millones de personas? En cualquier caso, esto tardará en cambiar, pero la tendencia al aumento de la participación política es evidente.
De todas maneras, la contradicción más importante es aludida en la propia sentencia que comentaremos. En el fondo, TODOS los derechos constitucionales derivan de la dignidad humana. ¿Es que el "Derecho al Trabajo" no deriva de la dignidad humana? ¿Es que no aparece recogido en la Declaración Universal de Derechos Humanos? La única razón por la que se sitúa en el grupo de derechos que admite restricción es que estas restricciones vienen determinadas -o al menos condicionadas- por circunstancias estructurales, es decir, porque es necesario, o al menos conveniente (expresamente no podemos reconocer que la conveniencia pueda imponerse a la dignidad, pero es que la dignidad la percibimos en el contexto de una sociedad real). Quizás en el futuro lejano nuestros descendientes se horroricen con el "racismo" que implica la preferencia en la contratación por razón del origen nacional, pero hoy es difícil argumentar en contra de ella proponiendo alternativas porque probablemente -aunque esto es muy discutible- cumple una función importante en la canalización de los flujos migratorios y en la ordenación del mercado de trabajo. Hoy por hoy es ineludible -desgraciadamente- restringir de algún modo la "entrada" en la comunidad política, por eso la tendencia es a la equiparación de derechos de los que están "dentro", manteniéndose las distinciones en el "acceso" (al territorio nacional, al mercado de trabajo). Pero eso quizás apunta a una redefinición de la dogmática desde la que se ha analizado el artículo 13 de la Constitución. Por otra parte, algunas consecuencias de estos procesos pueden llevarnos a la descomposición de la figura del extranjero, como veremos en la próxima entrada.